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Séptimo Día |Anécdota del “Loco” Sarmiento

Los sobrenombres y apodos a la cabeza del habla popular

Cuando las mujeres firmaban sus libros con nombres de varón. El origen de los apelativos. No hay dudas cuando se habla de “el Diego”, “el Zorzal” o “la Sole”

Los sobrenombres y apodos a la cabeza del habla popular

Los argentinos somos muy adictos a los apodos para identificar a familiares y amigos, pero también a personalidades de la política, de la cultura, del deporte, del espectáculo/web

Marcelo Ortale
Marcelo Ortale

14 de Abril de 2024 | 07:16
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Sobrenombres, apodos, alias, seudónimos. Segundas identificaciones que muchas personas reciben o adoptan, porque transmiten algo fealdad o belleza, porque se sienten felices cuando los llaman con ese apodo o porque buscan una suerte de anonimato, para ocultarse de la Justicia, de la policía o de la fama.

La seudonimia fue un refugio. Se cree que los varones fueron más proclives en la historia para utilizar o recibir apodos. O elegir seudónimos. En cambio, alguna mujer notable, como Virginia Woolf, se preguntó una vez “¿por qué no hay ninguna mujer conocida que hubiera escrito una página en los tiempos de Shakespeare?”. La respuesta la ofreció ella misma: “firmaban todas con nombre de varón, para evitar ser juzgadas”.

“En aquella época, una mujer que fuera activa intelectualmente estaba cometiendo una transgresión enorme”, le dijo a la BBC Brasil Sandra Vasconcelos, profesora titular de Literatura Inglesa y Comparada de la Universidad de San Paulo (USP).

En estas columnas se habló ya del caso de las hermanas Charlotte Brontë, autora de “Jane Eyre”; Emily Brontë, escritora de “Cumbres Borrascosas”, y Anne Brontë, que escribió “La inquilina de Wildfell Hall”. Ellas empezaron sus carreras literarias firmando con los nombres masculinos de Currer, Ellis y Acton Bell. Por su condición de mujeres, no quisieron desafiar al mundo masculino con su talento literario.

Elena Ferrante es desde hace décadas la escritora más vendida en Italia y plantea otro enigma. De ella se sabe muy poco. Nunca fue vista. Ni siquiera existe seguridad sobre si mujer o varón. Ya se han escrito varios libros para investigar si es italiana o no y cuál es su sexo real. O en dónde vive. Le escapa al público. Dicen que es un pacto de hierro que tiene con el editor y ambos cumplen a rajatabla con mantener todo en secreto.

Algunos de los sobrenombres son ungidos en las pilas populares y varios de los motes son impiadosos, relacionados a defectos corporales o características físicas. “Rengo”, “cieguito”, “sordo”, “jorobado”, los más clásicos. En este último caso, la maldad humana se divirtió y aterró en París co “el jorobado de Notre Dame”.

Hay sobrenombres que adquieren categoría policial casi de “alias”, como le pasó al hermano de Napoleón que gobernó en España. El emperador invasor se llamaba José Bonaparte, pero el pueblo le asignó el mote despectivo de “Pepe Botella”, por su afición a la bebida.

Los sobrenombres sirven para herir al apuntado, para hacer sonreír, para burlarse, para piropear a la pareja amada. No les falta trabajo en esta realidad humana tan compleja y divertida. A un profesor de química de La Plata, que al caminar temblequeaba con el pie antes de apoyarlo, le decían “engaña baldosas”.

En una pretérita publicación española se habla de unos 150 apodos para designar a la novia. El meticuloso coleccionista arranca con “cariño, amor, cielo, mi vida, corazón, flor, chiquitina, pichurri, palomita, pimpollo…” y decenas más por el estilo.

Pero en el habla popular algunos sobrenombres adquieren categoría ontológica automática. No hay más que decirlos, para que la gente sepa de quién se habla. Se menciona el apodo y ya está, de inmediato se sabe de quién se habla.

El periodista Mariano Buren, de “La Nueva Provincia”, creó este breve y elocuente párrafo: “¿Hace falta decir quiénes son “El Zorzal”, “El Diego”, “El Lole”, “Pampita”, “Fito”, “El Bati”, “El Che”, “Manu” o “La Sole”? Seguramente no”.

ASI ES EL NOMBRE

Ocurre que el nombre de cada persona, como el de cada cosa, transmite un concepto determinado. Viene con su significado. Y también sucede que los sobrenombres van en refuerzo de ello. Algún pediatra famoso ha dicho que un bebé de pocos meses prueba una manzana y hace un gesto de rechazo, casi de repugnancia.

Si los padres, al ofrecérsela, le dicen varias veces “manzana”, el chico empieza a mejorar su relación con esa fruta. Cuando supo que esa pulpa agridulce es una “manzana”, ya la incorpora con placer a su menú predilecto y sonríe al comerla. Nombrar tiene algo de aceptar.

Es claro que cada idioma plantea sus propios problemas. En Filipinas al arroz le dan hasta noventa y dos nombres. Y los esquimales tienen una nomenclatura variada para nombrar a los distintos tipos de nieve.

Los esquimales relativizan la palabra “nieve” o establecen términos diversos, para, por ejemplo, nombrar la “nieve cayendo”, a la “nieve caída”, a la “nieve en el suelo”, a la “nieve a la deriva” o a la “nieve arrastrada por el viento”. Dificultosa lengua la de Alaska.

LOS POLÍTICOS

A lo largo de su historia, la política argentina ofrece un muestreo rico en sobrenombres y apodos dedicados a sus máximos dirigentes.

Desde las figuras de Mayo hasta nuestra época se sucedieron motes como el de Juan José Passo –“El viejo”-, Lucio V. Mansilla (“Mantequilla), Dalmacio Vélez Sarsfield (Mandinga), Sarmiento “el Loco”, Miguel Angel Juárez Celman (“El burrito cordobés”), Carlos Tejedor (“el Camaleón”), Hipólito Yrigoyen (“el Peludo), Marcelo T. de Alvear (el “Pelado”), Arturo Illia (la “Tortuga”). Ricardo Balbin (“el Chino”), Oscar Alende (el Bisonte”), José López Rega (“el Brujo) o Carlos Ruckauf (“Rucucu).

Sarmiento tuvo fama, bien ganada, de loco. El apelativo le venía como sotana al cura. Nunca hacía lo que se esperaba que hiciera. Claro, sus locuras presentes se convertían después en obras de magnitud. Los pueblos más pequeños del país se llenaron de escuelas de una hectárea de superficie y dos pisos de altura. Ese podría ser tan sólo un ejemplo de sus locuras.

Lo cierto es que el escritor Alejandro Marzione, en un artículo titulado “El loco Sarmiento”, cuenta que en una oportunidad Sarmiento, como presidente, visitó un día un manicomio porteño: “Cuando llega al patio en donde estaban los internados, se produce un gran alboroto. Uno de los locos, en nombre de los demás, se acerca al presidente y le dice: Al fin, señor Sarmiento, entre nosotros”.

Se cree que los varones fueron más proclives en la historia para utilizar o recibir apodos

 

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Virgnia Woolf.

Ricardo Balbín, “EL chino”

Oscar Alende, “El Bisonte”

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