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Opinión Editorial
Si toda ciudad debe planificar su crecimiento, con más razón La Plata también está obligada a hacerlo, pero con mesura y el equilibrio que plantea el modelo vanguardista de su fundación, gestada en un plano y no en impulsos aluvionales. Pero esta suerte de marca de nacimiento no significa en modo alguno que su progreso y evolución futura se encuentren encorsetados desde el origen y hasta siempre.
En este contexto es que debe analizarse el problema que plantean las calles adoquinadas. Se conoce que existen por tal cuestión demandas y decisiones judiciales, derivadas de una inicial medida cautelar presentada por un grupo de vecinos autoconvocados, que paraliza obras de asfaltado que la Municipalidad había iniciado en varias calles, en las que aún sobrevive el adoquinado histórico que data de los años de la fundación, tal como se vino informando en este diario en los últimos dos años.
Como se ha dicho ya en anteriores ocasiones, es verdad que le asisten razones a quienes proponen preservar riquezas ornamentales surgidas en el origen mismo de la Ciudad y mantenidas por las sucesivas generaciones, sin dejar de ver que en muchas oportunidades no se cumplió con la debida preservación de ese patrimonio.
Europa ha exhibido y sigue exhibiendo en muchas de sus ciudades más importantes el contraste entre lo que fueron antes y lo que son ahora. Uno de los casos más emblemáticos es el de Florencia, en donde se mantienen las calles empedradas pero sólo en las áreas céntricas, que están reservadas exclusivamente al uso peatonal. Sólo algunos vehículos impulsados a energía eléctrica pueden transitarlas. El empedrado se mantiene en la llamada “ciudad vieja” tan visitada por turistas. En cambio, la mayoría de las arterias que soportan un intenso tránsito de automotores solo se dejaron junto a los cordones de las veredas como una estrecha franja sin pavimentar, por lo tanto, con el empedrado descubierto como un registro histórico.
La Plata mantiene, en cambio, decenas de calles adoquinadas de cordón a cordón en el casco céntrico. Además de los trastornos inherentes al tránsito, también resulta negativo el alto costo que implica su reparación, que sólo puede concretarse a través del trabajo manual y por ello resulta ser tres veces más caro que el asfaltado.
Por otra parte, según los entendidos, actualmente muy pocos operarios avezados en el arte de colocar adoquines tal como sí lo supieron hacer los especialistas en el pasado, respetándose los abovedados y las diversas bases sobre las cuales apoyar la capa superior, entre muchas otras reglas a cumplir. Desde luego, tal como se ha dicho, tampoco pueden obviarse las conocidas dificultades que el adoquinado, por su obsolescencia y anfractuosidades, plantea para el tránsito automotor.
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Lo peor es que, por las características del empedrado, es muy posible que los autos, cuando corren días de lluvias, se deslicen peligrosamente al intentar detenerse. Corresponde aludir, por otra parte, a las dificultades para cruzar las calles adoquinadas de las personas con algún tipo de inconveniente motriz.
Nadie duda que las históricas calzadas romanas, con sus 100 mil kilómetros de caminos, lograron vertebrar a uno de los imperios más poderosos. Hechas con piedras y cantos rodados apoyados sobre arena, con sus carruajes unieron las ciudades de la actual Italia y se expandieron por toda Europa. Sin embargo, el tiempo y el progreso pudieron con ellas y se las debió reemplazar por redes viales y autopistas construidas con materiales aptos para canalizar flujos vehiculares más exigentes y modernos. El progreso dijo su palabra, como ocurrió en el resto del mundo.
Son positivas y pueden coexistir, entonces, las dos posturas: la que promueve dejar algunas franjas históricas adoquinadas en la Ciudad, como testimonios relevantes del pasado y, también, la de remozar, de una vez por todas, la superficie de muchas calles que no deben pretender seguir siendo, para La Plata, nuestras obsoletas, intocables y sempiternas “calzadas romanas”.
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