OCURRIÓ EN LA PLATA

Inconfesados amores y revelaciones en la legendaria peluquería de “Dardo y Juan Ramón”

Fue durante décadas la más renombrada de la Ciudad. Historias de amantes, tiros de ametralladora y hasta una clienta que fue a suicidarse

Inconfesados amores y revelaciones en la legendaria peluquería de “Dardo y Juan Ramón”

Juan Ramón Amosa, en plena labor cuando ganaba concursos

Por HIPÓLITO SANZONE

hsanzone@eldia.com

“Los novios y los maridos se quedaban tranquilos, a nosotros nos convenía que nos creyeran afeminados”.

La vida de Dardo Sueldo y de Juan Ramón Amosa da para una de esas comedias de Olmedo y Porcel que hasta podría llamarse “Peluqueros de Señoras”. Está llena de matices, anécdotas, enredos pero sobre todo, es una marcha ejemplar en ese camino que algunos y algunas logran transitar con éxito desde la pobreza, sin bajar los brazos, buscándole la vuelta a la vida para salir adelante, conseguirlo y mostrarlo con orgullo.

En la legendaria peluquería de 8 entre 51 y 53 puede decirse con justicia que pasó de todo y que esas paredes oyeron de todo. Desde desgarradoras confesiones de amadas y de amantes pasando por tiros de ametralladora del otro lado de la pared o hasta una clienta arrojándose al modesto vacío de un entrepiso con la intención de suicidarse y apenas lograr romperse una pierna y hacerse algunos moretones.

Por lo de Dardo y Juan Ramón pasó, si se quiere, una parte de esa historia informal de la ciudad, acaso desprovista de “ilustres reconocidos” pero rica en hombres y mujeres que se destacaron por ser laburantes fenomenales y convertirse en personajes entrañables que dejaron su marca.

GALLEGO DE VERDAD

Hasta que se le pegó definitivamente el “acento argentino”, a Juan Ramón Amosa no le molestaba, como sí en cambio a muchos otros emigrados de España, que le dijeran “gallego”. Porque lo era y de pura cepa. Llegó a La Plata a los 6 años, en 1948 procedente de Galicia y hasta los 17 se la rebuscó como pudo. Fue lechero, hielero, plomero y reparador de los ascensores Excelsior.

Podría decirse que su hermana menor, Dolores, Loli, fue la iniciadora de su carrera como peluquero y peinador, aunque el camino sería mucho más largo.

“Ella tenía una peluquería de barrio, en su casa de 73 y 26 y yo veía que le iba bien, que ganaba dinero sin salir a la calle. Entonces un día le pedí que me dejara ir a mirar y así una vez me dejó lavarle la cabeza a las clientas y me fui familiarizando con el oficio”, cuenta Juan Ramón desde el departamento que se construyó y donde vive hace años, encima del local que sigue siendo una peluquería aunque con otro dueño y nombre.

“No puedo dar nombres pero con Dardo hemos escuchado cada cosa...”

Juan Ramón Amosa,
Peluquero

 

El entusiasmo lo llevó a anotarse en un curso de dos meses que daban en el Palacio del Peinador, en 46 y 5. Llegaba el verano y Raúl, uno de sus profesores le propuso ir a “hacer la temporada” a la peluquería de una amiga en Miramar, que andaba necesitando un buen ayudante.

“La verdad es que yo no sabía nada, pero ya me sentía peluquero”, confiesa entre risas.

EL CABELLO DURO

Con el dinero que juntó en esa temporada se pagó un pasaje al Perú para probar suerte con otro trabajo del que le habían hablado. Pero en Lima las cosas no resultaron y lo primero que tuvo a mano para sobrevivir fue, otra vez, como ayudante en una peluquería de damas.

“Y ahí fue donde aprendí todo. Ahí está el secreto que años después hizo famosa a Dardo y Juan Ramón”, adelanta.

Y cuenta que “la mujer peruana tiene el cabello muy grueso, muchísimo más grueso que la argentina. Es un cabello difícil de dominar, de peinar. Y eso para mi fue un gran entrenamiento. Cuando volví a la Argentina, peinar cabellos de las mujeres de acá, era un juego”.

En 1966 Juan José “Juancho” Guevara y Raúl Aput, los dueños del Palacio del Peinador, vendían una pequeña peluquería en la zona de 43 y 4. La Terminal de Ómnibus era apenas un tinglado pero el movimiento de gente ya era constante.

“Fui lechero, plomero, hielero y reparador de los ascensores Excelsior”

Juan Ramón Amosa,
Peluquero

 

APARECE DARDO

“Me dieron facilidades y compré el fondo de comercio. El barrio era bárbaro. Muchísimas mujeres que iban y venían de todas las edades y condiciones. Y ahí conocí a Dardo”, cuenta.

Dardo Sueldo había tenido una peluquería en 12 y 63 pero no había podido sostener el local y entonces hacía un corretaje de productos para peluquería de las firmas de L’Oreal de París y Wella. Y Juan Ramón era, a esa altura, un buen cliente.

“Por su simpatía, por ser tan buena persona, tan cálido. Al final nos hicimos amigos, después socios y el destino quiso que hasta fuésemos concuñados porque un día me invitó al cumpleaños de 15 de su hermana y me puse de novio y me casé”, revela Juan Ramón.

Con la llegada de Dardo, el local de 43 y 4 empezó a recibir más clientas. Eran las que, enteradas por el boca a boca, lo recordaban del local de 12 y 63.

“Armando Antonucci era yerno de la dueña del local de 8 entre 51 y 53, pegadito al Cine 8 y a través de él lo pudimos alquilar. Un contrato de cinco años. Y nos fue tan bien que antes de terminar el plazo le compramos el salón de abajo y después el del primer piso”.

Y recuerda al 18 de noviembre de 1966 como una fecha doblemente clave: “Ese día abrimos en calle 8 y nació Alejandra, la hija de Dardo que fue una verdadera batalla, un parto difícil”.

Juan Ramón Amosa, en plena labor cuando ganaba concursos

En los febriles ‘70, Dardo y Juan Ramón ya eran una marca registrada. La competencia se repartía entre Lido, de Nino Cantisano; Delfor, de 47 entre 2 y 3, Albino, en diagonal 79 entre 56 y 57; Jorge Sánchez en 50 entre 10 y 11 o la China, en 51 y 9.

“Con Nino Cantisano llegamos a ser grandes amigos e impulsamos años después la Cámara de Peluqueros. Pero los top, éramos nosotros porque además hacíamos escuela, contratábamos pibes y pibas y les enseñábamos el oficio”. Y con una pincelada de amargura recuerda que “a gente que vendía café, manejaba colectivos o andaba en la calle sin trabajo, nosotros les dimos un oficio, una profesión y alguno que otro nos pagó con un juicio laboral. Lamentablemente así es la vida”.

Algunas ideas que Juan Ramón dice haber traído a La Plata desde su experiencia en Perú, fueron claves.

“Me alquilaba un smoking ahí en 55 entre 7 y 8 y peinaba a las novias en la casa, previo al casamiento y después de cerrar la peluquería. Era una locura, tuvimos hasta seis casamientos en una misma noche”.

NO TODO ES LO QUE PARECE

La idea grillada sobre las brasas del ingenio popular ha puesto a los peluqueros en un lugar cercano al de los psicólogos. Y Juan Ramón de da fe de eso.

“En esa época, ahora pareciera que no tanto, las mujeres fumaban mucho. Entonces nosotros siempre teníamos cigarrillos para convidar, con café, con té, con algunas masas. Y escuchábamos. Éramos diferentes en eso. Escuchábamos todo lo que nos decían a pesar de que hubo épocas en que el trabajo era de nunca acabar. Recuerdo una fecha: el 24 de diciembre de 1974 atendimos a 320 clientas entre las 7 de la mañana y pasadas las 11 de la noche”.

A los casi 79 años, con una prótesis en la rodilla y achaques en la columna de tantos años de trabajar de pié, Juan Ramón abre la puerta de uno de los mejores pasajes de aquella vida. Y con la cancha y la picardía que dan los años, cuenta que “nosotros jugábamos con eso de ser peluqueros afeminados. Éramos, sobre todo Dardo, muy pintones y la verdad es que ligábamos mucho, pero los dos éramos hombres de familia. Los novios y los maridos se quedaban tranquilos porque decían: ah, vas a Dardo y Juan Ramón, no hay problema”, dice, sin poder evitar alguna que otra carcajada.

“Nosotros teníamos un estilo que tenía que ver con la forma en que tratábamos a nuestras clientas. Y por eso si cometíamos errores, que alguna vez los hemos cometido o por ahí algunos de los chicos y chicas que trabajaban en el salón, nos eran perdonados”, dice y recuerda “un corte de oreja, de pómulo o algunas mechas quemadas”.

LA MOROCHA

“Cuando se puso de moda la permanente, hasta que nos pusimos cancheros hubo veces en que los rulos nos quedaban tan pero tan apretados que parecía que la mujer tenía un casco en la cabeza”, rememora.

Una tarde era tan intenso el trabajo que a una clienta le cortaron el cabello y la peinaron dos veces. Se ve que la mujer estaba tan cómoda que ni lo notó. Ni siquiera cuando, para rematarla, le hicieron una permanente.

El efecto de la “no mirada”, saber que se le habla a alguien que escucha atentamente pero no mira, quizá abra en el inconsciente otra dimensión del valor de la palabra. Y de ahí que el sillón del peluquero pueda parecerse tanto al diván del psicoanalista. Quizá eso explique las terribles confesiones, las historias de amantes ocultos, amores despechados y conflictos de toda índole que pasaron entre esos peines y tijeras del local de 8 entre 51 y 53.

“No le puedo nombres, pero con Dardo hemos escuchado cada cosa, cada historia de novela, pero de la vida real”, dice Juan Ramón para resumir tanto relato inesperado y confesión impensada.

Entre otras clientas famosas, Juan Ramón recuerda a una morocha a la que define como sencillamente “espectacular” y que, estima, “trabajaba acá enfrente en la Legislatura o algo así porque se la veía muy seguido por esta zona del centro. Era sencilla, pero muy elegante y con nosotros muy simpática. Venía a cortarse las puntas y a peinarse, a veces hasta dos veces en una semana”, cuenta. No había llegado la primera mitad de los 70 y la morocha era Cristina Elizabeth Fernández, luego de Kirchner.

Dardo Sueldo, todos los recuerdan por su calidez y la buena persona que era

TIROS DE AMETRALLADORA Y LA CLIENTA SUICIDA

Una tarde de vacaciones de invierno de aquellos años difíciles la peluquería parecía que se venía abajo. Del otro lado de la pared del fondo se oían estallidos y de este lado, donde se alineaban los secadores de cabello, empezaban a caer pedazos de pared.

“El local estaba pegado al Cine 8 y una tarde ametrallaron al boletero y los balazos pegaban del otro lado en nuestra pared”, recuerda Juan Ramón en referencia a un recordado asesinato en el marco de la guerra abierta que por esos días libraban sectores de la derecha y la izquierda peronistas.

Otro episodio terrible ocurrió dentro del local. Fue cuando una clienta, en medio de una terrible angustia anclada a cuestiones del corazón, decidió suicidarse ahí mismo.

“Se nos tiró del entrepiso, de cabeza. Lo único que consiguió fue lastimarse y romperse algunos huesos pero fue un momento terrible”.

Después de muchos años entre cortes, permanentes, peinados y tinturas y al cumplir 56 años, en el año 2000 Juan Ramón consideró que era hora de cumplir un sueño.

EL BAR EN LA PLAYA

Ese sueño que alguna vez ha pasado por la cabeza de muchas personas, el de largar todo y ponerse un bar en la playa. Lo que pasa es que su experiencia, al haber sido tan real, se choca contra esa fantasía del paraíso. Y así lo cuenta.

“Es un laburo tremendo, demoledor. Se trata de estar todo el día como en esos puestos de choripanes y hamburguesas que hay en las canchas cuando llega el entretiempo. Todo el día es así, con gente amontonándose pidiendo cosas. Termina la jornada y no tenés ganas de nada y al otro día es igual. Pero fue una linda experiencia, un gusto que me di durante cinco temporadas de verano”.

Es que con ese bar Amosa había cumplido otro sueño popular que es el de “seguir al verano”. Y entonces cuando el frío empezada a mostrarse en La Plata, él tomaba sus cosas y se iba al verano europeo, en la playa de San Juan, en Alicante, España.

“¿Si conocí a Roberto Giordano? Por supuesto, he viajado a Europa varias veces con él porque en ese tiempo L’Oreal de París recompensaba con viajes a sus mejores clientes y tanto él como nosotros éramos muy compradores de esos productos. Un tipo macanudo en todo sentido”.

Juan Ramón vive hoy una vida tranquila, llena de gratos recuerdos, en el departamento que se construyó sobre el local de Dardo y Juan Ramón. Dardo colgó los peines y las tijeras al cumplir 60 años y murió hace seis tras darle pelea a esa enfermedad maldita que no hace falta nombrar.

El legendario local de la calle 8 sigue abierto bajo el nombre de “Su Salón” y bajo la conducción de Fernando Santángelo, uno de aquellos veinteañeros que a comienzos de los 80 encontraron ahí una profesión que les abrió camino en la vida.

Entre anécdotas de todo color, agotadoras jornadas y aquella “picardía” de fingirse afeminados o dejar que cada cual imaginara lo que quisiera, Dardo y Juan Ramón dejaron una marca en esa historia linda, entretenida y deliciosa de una ciudad que siempre los recordará.

 

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