OCURRIÓ EN LA PLATA

El desconocido mundo de Elvira, la de “las cosas importadas” y su inesperado último cliente

De la pobreza extrema a comprar esquinas enteras, fue ícono de la ropa que buena parte de la juventud de los 70 y 80 quería tener

El desconocido mundo de Elvira, la de “las cosas importadas” y su inesperado último cliente

Generaciones de platenses pasaron por la vidriera de Elvira atraídos por la ropa que muchos querían tener. La mujer de “las cosas importadas” decía, sin embargo, que como Argentina no había nada mejor.

HIPÓLITO SANZONE

hsanzone@eldia.com

 

“Esta bien, pero la sede de Estudiantes no se la puedo vender”.

Ya con ser la más chica de 13 hermanos tenía suficiente entrenamiento en eso de la supervivencia, del cotidiano ejercicio de arreglárselas como pudiese, de abrirse paso a codazo limpio y saber de qué se trata eso de administrar lo escaso. Fue la única de los Said nacida en Magdalena pero, curiosamente, fue la que se quedó con el imaginario título nobiliario de “Bien Platense”. Y eso es porque son varias las generaciones que todavía se acuerdan de ella. Una buena parte de la juventud platense pasó una y otra vez a ver su vidriera, a veces desordenada, llena de aquellos pantalones, remeras, camperas y “cosas importadas” que, se decía, solamente en lo de Elvira se podían conseguir.

Rosita (no Rosa, Rosita) Elvira Said era hija de Elías y de Amalia, dos “turcos” como equivocadamente el modo popular le ha dicho desde siempre a los hombres y mujeres que vinieron del Oriente Medio, muchas veces sin saber que en el caso de los sirios, eso es una ofensa. El pueblo de Mardin, donde están las raíces de Elvira, es hoy, por caso, parte del territorio que Turquía le arrebató a Siria.

Cuando La Plata no era lo que es, el barrio de 8 entre 53 y 54 tampoco lo era. Estaba lleno de casas antiguas, de esas de muchas habitaciones, techos altísimos que las hacían casi imposibles de calefaccionar. Y en esa zona creció, con padres, hermanos, tíos y primos y vivió en carne viva la pobreza. Una anécdota que cuenta su hija Silvia, acaso sea una clara postal.

LA MUJER SIN ZAPATOS NUEVOS

“Un día, no hace muchos años, la llevé a comer afuera y en la esquina de 11 y 55 me pidió que frenara justo frente a una casa muy antigua. Y se quedó mirándola un rato sin decir nada hasta que me di cuenta que tenía los ojos llenos de lágrimas. Le pregunté quién vivía ahí y me dijo que nadie, que ahí era donde su mamá le compraba los zapatos. ¿Había una zapatería ahí?, le pregunté. Y me dijo que no, que ahí funcionaba un negocio de compra venta de cosas usadas y la mamá, como no podía comprar nuevos en una zapatería, le compraba zapatos usados de los que se ofrecían en esas casas de compra venta. Me puse llorar con ella”.

En la casa de Elvira eran 15 personas a la hora de comer: padre, madre y 13 hijos. No había una mesa tan larga y por eso comían en dos turnos.

“Elvira coleccionaba muñecas. Un día, ya de grande, le pregunté por qué. Y me dijo que era porque ella de chica nunca, pero nunca había tenido una muñeca”.

Desde esa dureza salió a la vida y conoció a Jorge Mujtar, otro mal llamado “Turco” y la historia de Elvira Said sin la de Jorge Mujtar, sería un relato incompleto.

Por ese tiempo Mujtar saltaba en una pata, feliz, porque había conseguido un lugar como cadete en la agencia marítima de Puleston, en Ensenada. Una agencia marítima se encarga de las cosas que vinculan a un barco durante su permanencia en puerto, desde el aprovisionamiento hasta las necesidades de sus tripulantes.

“Desde comida, reparar una máquina o conseguir un dentista de urgencia para un marinero”, apunta uno que conoce del tema.

Mujtar vio la oportunidad, orejeó la baraja de la prosperidad y se entregó a estudiar lo que se pedía para ser Despachante de Aduana. El Despachante de Aduana se considera una pieza clave en el asunto del comercio exterior. Debe entender las normas aduaneras, fiscales, financieras, bancarias y cambiarias que pueden mantener a flote o hundir a las pequeñas y medianas empresas que se largan a exportar o importar.

LA QUE COMPRABA SIN PLATA

La cuestión es que cuando quiso acordar, el marido de Elvira pasó de perro a escopeta: de cadete en la Puleston a tener en sus manos unas de las primeras licencias de Despachante de Aduana que se otorgaron en la región.

A esa altura ya tenía garantizado un sueldo seguro y nada despreciable. Pero el hombre intuía que estaba para más. Y su compañera lo empujó para que se animara a ponerse solo y empezar con los primeros clientes, como la Petroquímica Sudamericana y otras de la región que producían textiles y exportaban.

Así fue como Elvira se independizó de la familia y tras el acuerdo con un tío arrancó en el local de la calle 8 donde, cuentan, pasaba noches enteras cosiendo estampillas de control aduanero, una por una, para que cada prenda pudiese ser ofrecida a la venta en la legalidad.

“El primer viaje que Elvira hizo a Europa fue en el Cabo Corrientes, un barco de carga y pasajeros porque era más barato. Comíamos en una mesa larga con los marineros y como el barco no era un crucero no tenía estabilizadores entonces el oleaje lo movía de acá para allá. Yo tenía 8 años y un día no me encontraban. Había ido a cubierta a ver las olas y pensaban que me había caído al agua”, cuenta Silvia.

Los tiempos se aceleraron tanto que un tal señor Curi llegó a ofrecerle a Mujtar el manejo de la Hilandería y Petroquímica Sudamericana que producía en Olmos y sacaba sus productos por Ensenada. Pero Jorge y Elvira tomaron el riesgo y apostaron a algo más audaz. Y acertaron.

Cuentan que una mañana Elvira, la mujer que de chica calzaba zapatos usados que su madre le compraba en un cambalache de 11 y 55, llamó al inmobiliario Carlos Rosset y le propuso algo que el hombre al principio no entendió muy bien.

“Vendeme toda la esquina”, le dijo, parada en medio de 8 y 53, en lo que hoy sería parte de la rambla que permite pasear frente a una de las caras de la Legislatura.

Jorge Mujtar y Elvira Said, una pareja que logró vencer la pobreza y marcar época

Cuentan que Rosset tardó en caer y volvió a preguntar: “¿Cuál es la casa que querés?”.

“La esquina, te dije, la esquina, toda, de 53 todo por acá y hasta allá”, insistió Elvira desde el escaso humor y las más escasas pulgas que le reconocen quienes la conocieron.

Después de un tiempo y algunas cuentas le dijeron que era posible comprar algunas de esas propiedades, que en algún caso parecían viviendas abandonadas, pese a estar en pleno centro.

“Menos la sede de Estudiantes. Esa no te la podemos vender”, le advirtieron.

Surgió entonces la incógnita de con qué dinero Elvira iba a costear semejante empresa.

“Elvira era así. Compraba sin plata. Ella proyectaba, se endeudaba y pagaba. Era un muy audaz”, cuenta Silvia.

Pero es posible que esa audacia no hubiese alcanzado en estos tiempos. Porque aquellos eran , sin duda, otros muy diferentes.

“El vendedor se ofendió porque Elvira le quiso firmar unos pagarés. Le dijo que de ninguna manera, que ella le dijera en cuántas cuotas quería pagar y que eso era todo. Y cuando terminó de pagar le dio las escrituras”.

LA ROPA “DE CULTO”

Otro tiempo, otra sociedad, otra gente, otra ciudad y acaso otro mundo.

Curiosidades: la mujer que se hizo famosa en La Plata por ser “la marca” de lo importado, se resistía a salir de la Argentina.

“Decía que como la Argentina no había nada mejor. Por su trabajo mi papá viajaba mucho pero le costaba un montón llevarla. Entonces él iba solo y ella lo llenaba de encargos y muchas veces mi papá terminaba comprando cualquier cosa”.

Silvia recuerda, entre otras anécdotas que define como memorables, el caso de las hebillas de carey francesas.

“Estaban de moda y mi mamá le pidió que trajera dos cajas. Pero él trajo 200. Estaban de moda, pero el mercado en La Plata no daba para vender tanta cantidad. Todavía debe haber hebillas en algún depósito”.

En un tiempo marcado por los jeans de lona, de corderoy, remeras “de marca” y camperas rellenas de plumas que llegaron a ser el fuerte y el sello distintivo de Elvira, la “Turca” Said, que no era turca olfateó algo que venía con fuerza. Y sumó otro rubro que marcó a aquellos años y sedujo a un amplio abanico de la juventud todavía impresionada por el Festival de Woodstock, escenario central de una movida mundial marcada por el rechazo a la guerra, el atropello imperial y los avatares de la cultura de “paz y amor”. Era, la ropa hindú.

“Elvira compraba sin plata. Se endeudaba y pagaba. Era muy audaz”

“Elvira consiguió ropa hindú sin haber viajado ni tener contacto con la India: la traía de Nueva York”, revela hoy Silvia con un dejo de ironía y una sonrisa.

Era un tiempo en el que las marcas, fuesen de acá o de allá, no enfrentaban al poderoso adversario de la falsificación y la venta ilegal. No había “Saladas”. La competencia, en cualquiera de sus formas, pagaba los mismos impuestos que cualquier hijo de vecino. Cuentan que en el furor por unas remeras y chombas francesas, se decía que una costurera de El Mondongo había logrado bordar un cocodrilo que a simple vista era igualito y que daba tela para cortar en desopilantes discusiones sobre si el reptil tenía o no la misma cantidad de dientes que el original. Lo mismo, recuerdan algunos memoriosos, pasaba con un pingüino que, decían, “tenía la nariz torcida”.

Por entonces, una de las opciones a “lo de Elvira” era la “Galería Internacional”, donde algunos emprendedores se animaban a tomar el riesgo de vender jeans, remeras y otra ropa informal importada. Pero “el clásico” de la ciudad era ella, Elvira.

Los sacudones de una economía frecuentemente afiebrada y convulsiva fueron y vinieron y Elvira los resistió de pie. El famoso Rodrigazo, por ejemplo, la encontró con la guardia alta. Y cuentan que horas antes de aquel estallido económico se presentó en una agencia de automóviles.

“Una mañana fue a lo de Salomé y le dijo dame cuatro Renault 12 cero kilómetro”, recuerda Silvia.

“Elvira amaba a su localicito, su negocio y sus clientes. Era lo que verdaderamente la hacía feliz. Lo de ella era la casa, su familia, la cocina”, enumera Silvia.

“Los importados” de Elvira tenían diferentes marcas, colores y diseños y constituyeron, en alguna medida, artículos de culto para una buena parte de la juventud de entonces.

EL ÚLTIMO CLIENTE

Y en esa calesita de marcas y etiquetas que muchos y muchas querían tener, hay un capítulo que sin pensarlo ni quererlo escribió el recordado disc jockey Pablo Balat, que fue otro personaje urbano, otro dueño de un pedazo de la historia informal impregnada en los 70 y los 80, más allá de las tragedias y los cambios que sacudieron a esos años. Fue, por lejos, uno de los que le puso la mejor música a la vida de miles de platenses.

“Un día, poco después de morir mamá, me llama Pablo Balat y me pregunta si por casualidad no le había quedado un Lee Jardinero. Le dije que me dejara ver, que a lo mejor en uno de los depósitos podría haber alguno pero que era difícil, muy difícil”, cuenta Silvia.

Con Elvira se fue un pedazo de la historia urbana de la Ciudad

El Lee Jardinero, como el Carpintero fue un jean “de culto” de aquellos años. Creado en 1911 como “overol” de trabajo por la Herny David Lee Mercantile Company, marcó época.

“Mamá coleccionaba muñecas porque de chica nunca había tenido una”

“Una vez, buscando no recuerdo qué, me acordé del pedido de Pablo. Y no lo podía creer: en el fondo de unas cajas había uno solo y del talle que él me había pedido. Me llamó tremendamente la atención y me impresionó mucho porque cuando estaba por llamarlo para avisarle, me dijeron que Pablo había muerto hacía unos días”, recuerda Silvia, para cerrar una historia que podría llamarse “El último cliente de Elvira”.

Elvira murió hace cinco años a los 91 y después de haber trabajado hasta los 88. Se fue de golpe, un mediodía, mientras almorzaba en casa de su hija que prendida de ese berretín que heredó dejó la docencia (es profesora de Letras y de Latín) y abrió un pequeño local en la misma zona aunque con otra impronta, más decidida a lo regional.

Con Elvira se fue un pedazo de la historia urbana de La Plata.

Personaje de un tiempo irrepetible en el que había personas que se ofendían cuando alguien se ofrecía a firmarles un pagaré para garantizarles el pago de una deuda.