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JUAN LUIS BOUR (*)
El año 2020 probablemente será caracterizado como el año en que vivimos comprando tiempo. Por un lado la pandemia del COVID-19 derivó en una prolongada cuarentena que persigue el objetivo de aplanar la curva de contagios para dar tiempo a fortalecer el sistema sanitario de emergencia, y mientras tanto esperar la aparición de la vacuna y/o los tratamientos que limiten el daño sanitario de la pandemia. En lo económico el mejor ejemplo de comprar tiempo es la reestructuración de la deuda, que por definición siempre implica postergar pagos para un futuro en que se pagarán o eventualmente se refinanciarán. Lo que debemos saber es que comprar tiempo no es gratis (como se suele decir “no hay almuerzo gratis”, there ain’t no such thing as free lunch).
La “espera” en efecto siempre tiene un costo. En el caso de la pandemia el costo del encierro (el distanciamiento y la prohibición de actividades) conlleva un daño económico y social que resulta de las propias restricciones a la producción, la circulación y las libertades individuales. En economía la “espera” (recibir un préstamo en dinero para devolverlo más adelante) se paga con la tasa de interés, ya que sin interés seguramente no habrá préstamo –más allá de cualquier discusión filosófica medieval-. Postergar pagos es una buena noticia para la generación presente que tiene que hacer un menor esfuerzo hoy, pero que se traslada a mañana (las generaciones futuras). Si el tiempo se utiliza para poner los números en orden, vale la pena pagar un costo por la espera. Pero si la estrategia se repite –pedir una prórroga cada tanto porque no se corrigen los desequilibrios- los acreedores aprenden, y suben la tasa de interés (aumento el costo de la espera). En este caso, la estrategia de “comprar tiempo” es buena para la generación presente y la Administración actual, pero condena a soportar todo ese costo a las generaciones futuras que no tendrán crédito o lo tendrán a tasas más altas.
¿Cómo evaluar desde este punto de vista el acuerdo alcanzado con los acreedores? Este acuerdo es el comienzo de un amplio proceso de renegociación de pasivos de la Argentina que –FMI mediante- probablemente estará cerrado hacia mayo de 2021 con nuevos términos que incluyan también al Club de Paris. Con el Fondo y el Club de Paris las deudas no se renuevan eternamente, sino que algún día se pagan, y probablemente serán las primeras en pagarse.
La reestructuración de la deuda con el sector privado, en cambio, implica pagar más adelante y con menores intereses por un tiempo. Pero la nueva deuda, la que algún día empiece a tomarse, será seguramente a tasas mucho más altas que la deuda refinanciada, y que la tasa que paga la inmensa mayoría de países emergentes. La razón son los recurrentes defaults de Argentina: con cada nueva reestructuración se verifica un fenómeno de histéresis por el cual la tasa de interés “de equilibrio” demandada al país por los acreedores es más alta después de cada episodio. En los últimos 25 años la Argentina enfrentó siempre una tasa de interés por arriba del promedio pagado por los emergentes -con la excepción de la crisis asiática y de Rusia de fines de los ’90-. Solo después de mucho tiempo de ser “buen pagador” y con buenos fundamentos macroeconómicos (algo que nunca logramos en los últimos 70 años) la tasa puede caer. La reputación tiene algún valor en términos de tasa de interés, aunque con tiempo y buen comportamiento se va borrando el prontuario.
¿Cuál es la lección que nos deja esta nueva reestructuración? Cada uno puede focalizarse en una u otra dimensión, pero en términos económicos recordemos algo muy simple. Las reestructuraciones nos pueden dar tiempo para hacer todas las reformas estructurales que necesitamos para empezar a crecer (en lugar de rebotar una y otra vez sin rumbo). O pueden ser el huevo de la serpiente de una nueva frustración que desemboque en unos años en otro default. ¿Esta vez será diferente?
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