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Erich Fromm en tiempos de virus

SERGIO SINAY
Por SERGIO SINAY

31 de Mayo de 2020 | 08:24
Edición impresa

Corría 1956 cuando se publicó por primera vez, en inglés, un libro que se traduciría tres años más tarde al castellano y que, desde entonces, fue incesantemente leído a lo largo de los años y de las generaciones en todo el mundo. “El arte de amar”, de Erich Fromm. Aunque su título pudiera llamar a equívocos, no se trata de un manual de autoayuda para personas crónicamente desencontradas con el amor, ni de un compendio de técnicas sexuales. Breve, inspirado, profundo y accesible al mismo tiempo, “El arte de amar” es una iluminadora reflexión sobre ese sentimiento humano esencial y fundacional, una revelación acerca del amor como construcción y como respuesta a las grandes preguntas existenciales.

Fromm tenía entonces 56 años, había nacido en Frankfurt, Alemania, y había emigrado a Estados Unidos en 1934, cuando la sombra del nazismo empezaba a extenderse sobre Europa y a oscurecer al mundo. Era ya doctor en Sociología y Psicología y había emprendido el camino que lo convertiría en iniciador del psicoanálisis humanista y existencial. Desde su óptica discrepaba de la visión freudiana, según la cual el ser humano está determinado por instintos y pulsiones básicas de los cuales nunca podrá liberarse, y que lo devuelven una y otra vez a su pasado. Aunque no desechaba lo biológico, Fromm daba gran importancia al papel de la sociedad en la construcción de la identidad individual ponía el acento en la condición del humano como ser social. Esas ideas son la columna vertebral de toda su obra, en la que se cuentan títulos fundamentales y de permanente vigencia, como “El miedo a la libertad” (que releído hoy, pese a haber sido escrito en 1941, estremece por su actualidad), “¿Tener o ser?”, “Y seréis como dioses”, “Ética y política”, “El corazón del hombre” y “Lo inconsciente social”, entre otros.

UNA INSOPORTABLE PRISIÓN

En “El arte de amar” Erich Fromm presenta una categoría cuya comprensión permite entender muchos de los fenómenos humanos que nos afectan y de los que participamos. La separatidad. Con una mirada existencialista sostiene que, al nacer, tanto la humanidad como especie, al igual que el individuo en sí, se ven arrojados a la incertidumbre de la vida, un tránsito en el que nada está garantizado y solo existe la certeza de la propia finitud. El individuo toma conciencia de esto en un período temprano de su evolución, cuando, alrededor de los tres años, advierte que él y su madre (que lo provee de alimento y seguridad) no son una unidad, sino dos cuerpos separados. Y este es el primer contacto con la angustia existencial. Allí toma conciencia de sí mismo, de que es una entidad separada, de que morirá, de que lo hará antes de los que ama o estos lo harán antes que él. Toma conciencia, en fin, de su estado de separación, escribe Fromm, “de su desvalidez frente a las fuerzas de la naturaleza y de la sociedad, y todo ello hace de su existencia separada y desunida una insoportable prisión”.

Esto es la separatidad. Y frente a ella, y a la angustia que genera, la persona busca puertas de escape. Entrega su libertad a cambio de seguridad (que siempre será falsa), consume hasta hartarse, adora ídolos que inevitablemente tienen pies de barro, adopta dogmas e ideologías que lo liberen de pensar o tomar decisiones bajo su propia responsabilidad, desata guerras, trabaja adictivamente. Todas son respuestas ilusorias, disfuncionales, que no lo liberan de la angustia de su soledad ontológica. Solo el amor puede hacerlo, dice Fromm, pero el amor no es un sentimiento mágico e instantáneo que se presenta con solo desearlo o llamarlo. Es una construcción, requiere tiempo, paciencia, presencia, materiales. Como todas las artes exige práctica, aprendizaje, disciplina. Del amor no se parte, al amor se llega. Y si bien el amor necesita sustancialmente del otro, no lo necesita de modo dependiente, sino como confirmación de la propia autonomía, de la propia libertad y responsabilidad. El amor infantil e inmaduro, señala Fromm, dice: “Te amo porque te necesito”. El amor maduro y libre dice: “Te necesito porque te amo”. Porque no hay amor sin alteridad, sin el otro.

Frente a la separatidad, la persona entrega su libertad a cambio de seguridad

 

Se puede decir que lo esencial de la experiencia humana en su breve tránsito por el mundo está vinculado al ejercicio de ese arte. Y que la construcción amorosa es la construcción del puente que pueda unir dos separatidades. Cuando esa unión se consagra se manifiesta la trascendencia y las vidas comprometidas en ella encuentran sentido. Fromm aplica la noción de este arte a todos los tipos de amor: de pareja, fraternal, filial, materno, paterno, e incluso el amor a Dios. “Si dos personas que han sido extrañas dejan de pronto que la pared que hay entre ellas se rompa para sentirse y descubrirse, esta será una de las experiencias más emocionantes de la vida”, escribe. Y también: “La envidia, los celos, la ambición y todo tipo de avidez son pasiones: el amor es una acción, la práctica de un poder humano, que sólo puede realizarse en la libertad y jamás como resultado de una compulsión.”

LA FINALIDAD SUPERIOR

La lectura o relectura de “El arte de amar” en tiempos de cuarentenas, confinamientos y distanciamientos interminables puede ayudarnos a entender desde un lugar sensible (y al margen de compulsiones, restricciones autoritarias, transgresiones caprichosas, grietas estúpidas) que, por debajo del miedo, de la incertidumbre, del hartazgo, de la impaciencia, de la ansiedad y de la angustia hay algo que toca al inconsciente colectivo y siembra dolor en el alma de cada persona. El brutal regreso a la separatidad. La impiadosa confrontación con ella. Obligados al alejamiento, imposibilitados de abrazarnos con seres queridos, evitándonos unos a otros como si fuéramos sospechosos y no prójimos, aislados en nombre de una vida que cada vez parece más alejada de cualquier propósito que no sea la simple supervivencia, la permanencia por el simple hecho de la permanencia (aunque quizás no sea para esto para lo que aspiramos a vivir), somos devueltos a la angustia existencial original. Entendemos en carne propia, de manera vivencial, sin artilugios teóricos, sin elaboración intelectual, qué significa separatidad.

Sin la cercanía de los otros, sin su presencia real, encarnada (tan distinta y lejana del mero contacto virtual), sin el contacto de los cuerpos (el abrazo, el beso, la palmada, el hombro a hombro, el codo a codo), empieza a faltar el Tú. Y no hay Yo sin Tú. Es en el encuentro real y encarnado de ambos que nace el Nosotros.

No hay amor sin el rostro y la presencia del otro, dice Fromm. Palabras como “juntos”, “unidos” o “todos” son envases vacíos, simples sonidos en los labios de quienes los pronuncian, vocablos sin significado en los textos de quienes los escriben, cuando se invocan desde la separatidad. Y más allá de cifras y estadísticas repetidas compulsivamente y sin un propósito claro (a menos que el propósito sea asustar, mantener vigente el miedo), trascendiendo los aspectos médicos, empieza a latir cada vez con más fuerza una necesidad humana esencial, imposible de ignorar si no es a precios altos. Así la describe Fromm: “La necesidad más profunda del hombre es la de superar su separatidad. El fracaso en el logro de tal finalidad significa la locura”.

 

(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de Intolerancia"

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